Por Alberto Benza González
En el vasto teatro de la existencia, el bien y el mal se entrelazan en una danza eterna. Como dos caras de una misma moneda, se enfrentan y se complementan, tejiendo la trama de nuestra vida.
El bien se presenta ante nosotros con su rostro radiante, envuelto en un aura de virtud y rectitud. Es la luz que guía nuestros pasos por senderos de generosidad, compasión y amor. Es la voz que susurra en nuestro interior, recordándonos la importancia de la bondad y la nobleza.
Pero en las sombras de nuestra existencia, el mal acecha, mostrando su rostro seductor y tentador. Se disfraza con la máscara de la tentación y la satisfacción inmediata, invitándonos a abandonar nuestros principios y sumergirnos en la oscuridad.
El bien y el mal, en su constante lucha, nos presentan una encrucijada. Cada elección que hacemos es una batalla interna, un enfrentamiento entre nuestras virtudes y nuestros impulsos más oscuros. Somos el escenario donde esta batalla se libra, donde nuestros actos y decisiones moldean nuestra propia alma.
Pero, ¿es el bien realmente tan puro y el mal tan oscuro? Descubrimos que el bien y el mal están entrelazados en una danza incesante, y que cada uno lleva en su seno la semilla del otro.
El bien puede llevarnos a la complacencia y la rigidez, mientras que el mal puede despertar en nosotros una búsqueda de liberación y autenticidad. En ocasiones, el bien puede ser un disfraz que esconde la hipocresía, mientras que el mal puede mostrarnos una verdad incómoda y provocadora.
Es en la exploración de esta dualidad donde encontramos la esencia misma de nuestra humanidad. No podemos negar nuestra sombra, ni tampoco podemos abandonarnos completamente a ella. En el equilibrio entre estas fuerzas opuestas, encontramos nuestra verdadera esencia, nuestra verdadera libertad.
El bien y el mal son dos aspectos inseparables de nuestra existencia, y que reconocerlos y abrazarlos nos permite alcanzar una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.